He soñado con la mona del sr Pinzolas.
En otra época esta entrada habría acabado en el
oniródromo de mi amigo Luigi pero, desde que le aplicó el
numerus clausus, mis sueños más parlanchines deben buscarse la vida por otros espacios de la red. Se me ocurrió que este blog, dada su cosa zoomorfa, podría ser el lugar idóneo para la presente ocasión.
En realidad, la mona del sr Pinzolas sólo existe en el presente sueño. El detonante, supongo, fue una conversación con Santiago, el colaborador de nuestro hombre, a propos de aquella película de George A. Romero, ATRACCION DIABOLICA, en la que una mona capuchina metida a enfermera de noche de un paraplégico se enamora/encela/encabrona en plan
Glenn Close y se arma la de dios (perdón, la de
Anuman). Como siempre (por aquello de mi troquel materno -recientemente lo comenté
aquí-) me ha reventado ser imán de este tipo de atracciones obsesivas, reconozco que, ya puestos, las perdonaría mejor en una platirrina mutante que en una humana tediosamente previsible en sus manías (todas las situaciones de ese jaez que he sufrido en carne propia o he visto en películas son ¿variaciones? epidérmicas de lo ya vivido en mi infancia): toda violencia procedente de la naturaleza me parece más disculpable (incluyo en ese apartado a las extremoorientales -de ahí que no contemple en mi pliego de cargos contra humanas obsesas el film
AUDICION, cuya protagonista considero más como una fuerza puramente natural desencadenada por el demiurgo que una patología psicosocial-).
En mi sueño, de cualquier manera, la mona del sr Pinzolas no atacaba a nadie ni albergaba rencores explosivos. Por el contrario, era una criatura hábil, creadora, que elaboraba una especie de bustos femeninos sin rostro tocados como la Virgen María de PECKER (
"llena de gracia, llena de gracia"), los cuales ofrecía a su protector como regalo para, acto seguido, arrebatárselos al sentir que no estaban acabados y que, por tanto, no eran dignos de él. Los arrojaba a un rincón y volvía a empezar un nuevo busto.
El sr Pinzolas se sentía un poco preocupado por esta conducta de su mona pero, a un tiempo, orgulloso ya que cada nuevo busto superaba en perfección al anterior. Sólo nos preguntábamos si alguna vez la diminuta escultora le pondría rostro a su creación y qué pasaría después. Al sr Pinzolas esto le inquietaba: a mí, en cambio (tal vez por asociarlo con determinados momentos felices de mi vida que no vienen al caso), me producía una gran paz todo ese afán de la mona y su devoción a quien, con pulsión quasi medieval, dedicaba su tarea digna de la Penélope odiseica.
Mientras la mona modelaba y policromaba con minuciosa concentración nosotros continuábamos el rodaje y hablábamos interminablemente de Lo Femenino, sus luces y sus sombras, sus discreciones y sus impertinencias, sus gozos y sus horrores, sus claves y sus desquiciamientos, y nos sentíamos a cada nueva charla más pequeños en relación con ese tema magno, casi tanto como frente a la ingente pila de bustos policromados que iba llenando estancias y estancias en la casa del sr Pinzolas.
Finalmente, un estruendo nos sacó de nuestra plática. Fuimos a ver lo que pasaba y nos quedamos paralizados ante la escena: la pila de bustos había caído sobre la monita y su cadáver descoyuntado nos miraba sonriente señalando con un dedo flaco
como una ramita su última creación, que tal vez fuese la definitiva y que incluso tuviese un rostro.
Por fortuna, el estruendo eran los escombros que caían en un contenedor de una casa vecina en obras y, ya despierto, di gracias a la realidad por liberarme de descubrir si ese último busto de la capuchina tenía facciones. Si culminar una obra de arte implica el precio más alto, me alegro de que tanto el sr Pinzolas como yo no hagamos con nuestras respectivas creaciones sino eslabones de una cadena inacabable y, de seguro,
inacabada.